De la solidaridad a la confianza en las organizaciones

De la solidaridad a la confianza en las organizaciones

Víctor Pacheco / Director de Relación con Clientes / Great Place to Work® México

Pareciera ser que durante las situaciones de crisis es cuando la gente puede comprobar una cualidad que en la vida cotidiana se diluye constantemente: la solidaridad. Un concepto que en nuestro país reaparece cada 19 de septiembre. En la mente y en la boca de todos los ciudadanos, en los medios y en las redes sociales.

Incluso en la Ciudad de México, las autoridades le han dedicado a este valor humano un espacio. Se encuentra en el centro de la Plaza de la Solidaridad, al lado de la Alameda. Es un hermoso monumento conformado por tres puños gigantes que se apelmazan para sostener juntos un mástil. Cual si de un héroe patrio se tratara.

Pero no es el puño solitario de un héroe. Ni los puños de los dos amantes que se unen para un objetivo que les es común sólo a ellos. Son tres… y tres son multitud, dice un refrán popular. Una multitud que, en los tiempos de revuelta o de guerra, sabe organizarse. Y se presenta al bando rival o al grupo en el poder como un enjambre irracional y amenazante. En estos tiempos de pandemia, se muestra como un grupo anónimo de prójimos peligrosos, portadores de un virus mortal.

Pero en el momento de tocar fondo, de dar todo casi por perdido, esta multitud se transforma. Muta —para seguir con la analogía pandémica—, y de ser amenazante se vuelve bondadosa, empática, inteligente y táctica. Espontáneamente se organiza para buscar entre los escombros de los edificios caídos señales de sobrevivientes a rescatar. Sobrevivientes que no son necesariamente sus consanguíneos, son simplemente otras personas. Miembros de su propia especie.

Solidaridad y confianza para salvar la especie

Un último ejemplo (a manera de metáfora), antes de la reflexión central. Los saltamontes africanos —la famosa langosta— son animales solitarios. Gran parte del tiempo se dedican a alimentarse solos y únicamente buscan a otro individuo del sexo opuesto para aparearse en una temporada anual precisa. Después de esto, la hembra —también solitaria— se retira a depositar los huevos entre la hierba y luego se va. Que sus descendientes se las arreglen como puedan.

Pero en los tiempos de sequía ocurre un fenómeno extraordinario. Una hormona dormida dentro de sus cuerpos se activa y las langostas comienzan a comportarse de manera extraña. Buscan a sus prójimos mientras sus cuerpos se transforman. Les crecen unas largas alas, sus mandíbulas se ensanchan y sus músculos se engruesan. Se reúnen en gigantescos enjambres y volando migran de forma organizada para buscar plantíos humanos. Y al encontrarlos, los arrasan para proteger y prolongar, no sólo su supervivencia individual, sino la de toda su especie. De ser una especie de individuos egoístas, se transforman en una de las pocas especies animales que, además del homo sapiens, cuentan con una organización social (como las abejas y las hormigas).

Por más que los científicos han buscado una hormona o mecanismo biológico similar en los humanos, simplemente no lo encuentran. Según antropólogos —como el francés Claude Lévi-Strauss, padre de la antropología moderna— este mecanismo sólo se activa en nosotros racionalmente. Lo hace mediante una serie de rituales y pactos que vamos conociendo desde la infancia. Es decir, se aprende culturalmente.

Aprender a confiar

El bebé humano instintivamente confía en la protección y provisión de alimento por parte de su madre. Pero aprender a confiar y a ser confiable frente a otros humanos se logra durante un largo proceso de inserción. Se alcanza ya como adolescente y luego como adulto, dentro de un universo social. Sin embargo, este proceso social de construcción de confianza va contrapesado por otros contraprendizajes: también se nos enseña a desconfiar. “Nunca hables con extraños” es la moraleja de la Caperucita Roja de Charles Pérrault. Esta terrible paradoja social —¿confiar o no confiar— genera adultos confundidos, inseguros y temerosos, más que precavidos y cautos.

La reflexión: ¿por qué, entonces, en momentos críticos resurge “mágicamente” esa confianza incondicional y absoluta en nuestros prójimos? ¿Qué es lo que hace suspender nuestro contraprendizaje para desconfiar? Parece ser que es porque durante los desastres, las crisis, la realidad nos restriega en la cara la razón que hemos aprendido en primer lugar para confiar: confiamos en los demás porque compartimos con ellos un objetivo: el bien común.

Si todos los grupos humanos revisáramos constantemente cuál es el bien común por el que estamos asociados… Si en las organizaciones contemporáneas, reunidos, trabajáramos como equipo… Quizás entonces se desactivaría más fácilmente esa “hormona” de la desconfianza.

Darnos cuenta de que no confiamos ciegamente, irracionalmente, nos ayudaría a vencer a su opuesto. Ese opuesto que es producto de un temor irracional. Y que está condicionado por el contraprendizaje a favor del egoísmo como modelo social de éxito.

Este contraprendizaje egoísta es el que nos lleva a proteger nuestra individualidad antes que a nuestra colectividad. Es lo que nos separa de los demás aislándonos en un mundo de sensaciones y pensamientos negativos y confusos.

 

Confianza: todos sobreviven, o todos mueren

Es ilustrativo el comportamiento de los pasajeros durante el desalojo por emergencia de un avión. Está demostrado que si todos intentan escapar antes que los demás, las salidas serán bloqueadas instantáneamente por la multitud. Sólo sobrevivirán juntos si todos cooperan juntos para sobrevivir juntos; si no, todos perecerán.

Intentemos cotidianamente un esfuerzo simple y mágico. Repasemos constantemente cuál es el bien común que nos reúne en el aquí y el ahora. ¿Para qué estamos juntos, nosotros y no otros, en el aquí y el ahora? ¿Por qué es importante confiar entre nosotros? La respuesta parecerá de momento obvia… pero el resultado no lo será tanto.

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